Última novela del afamado escritor catalán, de quien ya he hablado en una entrada anterior.
En este caso, nos encontramos ante su más reciente obra, ambientada en la remota isla de Santa Elena en el siglo XIX, con la marquesa de Custine, René de Chateaubriand y nada menos que Napoleón como triunvirato protagonista.
De Albert leí La piel fría y, casi inmediatamente después, Pandora en el Congo, hace ya más de diez años. Me cautivaron el ritmo narrativo y las reflexiones intercaladas en la trama, pero recuerdo haber sentido cierta decepción al leer Pandora, pues su estructura y desarrollo se asemejaban demasiado a los de La piel fría.
Más recientemente, leí Tretze tristos tràngols, excelente recopilación de relatos breves, y Victus, la única obra suya de corte histórico —sin elementos fantásticos— que he leído, y de la cual me llevé una grata impresión. El año pasado leí Pregària a Proserpina, y hoy he terminado el libro que encabeza esta entrada.
Pues bien, a modo de déjà vu, la sensación de fraude se repite, como ocurriera con sus primeras novelas de éxito.
En este caso, además de la estructura narrativa —ya calcada no sólo de Proserpina, sino también de las dos novelas mencionadas anteriormente—, se suma una sospechosa semejanza de contenidos. Y es que el “Napoleón malvado” o el “Bigcripi”, antagonistas que alternan roles de protagonismo, ora humanos, ora bestiales, se parecen demasiado al Nestedum y a los intraterrenos de Proserpina.
Incluso la antropofagia de la raza bigcrispiana, y su eventual canibalismo, ya lo habíamos visto en la especie tectónica. El aura de ignoto misterio que rodea a las primeras apariciones de estos, de tipo lovecraftiano, también se repite en esta ocasión. Del mismo modo, el genial y salvífico estratagema militar de Napoleón en pleno holocausto recuerda claramente al rol adjudicado a César en su proeza militar de Proserpina. Idéntico papel asumen sus contrapartes menos dotadas: en este caso, el general Lowe y Pompeyo, respectivamente.
Y tantas otras semejanzas menores que no vale la pena detallar.
Piñol recurre a los mismos trucos, efectistas pero cansinos, para atrapar al lector. Y sí, surten efecto, pues la historia logra mantenernos atentos hasta el final, aunque empieza a saturar: Piñol me recuerda a las películas de Tarantino, que repiten hasta la saciedad la misma fórmula, pasando progresivamente —para el espectador inquieto— de la sorpresa a la indiferencia (yo ya ni me molesto en ver sus últimos filmes).
En suma, es una novela solvente, adictiva y amena, que ofrece distracción y una trama atractiva, pero que, si ya has leído —como un servidor— dos o más novelas del mismo autor, no va a aportarte nada digno de mención.
"Los hombres superiores acostumbran a no entender el peligro que significan los inferiores, cuando, de hecho, son los únicos a los que habría que temer."
"Y, sin embargo, lo escuchaba. Yo también, de hecho. He aquí el poder —sagrado o maligno— de las palabras: pueden gustarnos o disgustarnos, pero, cuando están bien ordenadas, las seguimos como ovejas al pastor."
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